Tres décadas han pasado desde el derrumbe de la monarquía. Desde aquel día de otoño en el que Raul, rey de todo Myrcel, fue derrocado tras las murallas de su palacio. Fue sustituido por Hazal, que no tardó mucho en ser conocido como el mayor tirano conocido. Tras su ascenso, la muerte y la sombra se cernieron sobre Myrcel. Pero sobrevivió, o eso se cuenta en las tabernas y en los mercados mediante susurros, Hazal tiene espías en todas partes. Se dice que el Rey Raul sobrevivió a la masacre tras la derrota, que viajó hasta las Montañas del Hielo y que allí ha estado todo este tiempo, esperando su momento para regresar.
Al menos eso cree Laia, que ha oído esas historias desde que era niña y tiene fe en que sean ciertas. Ha escuchado rumores de que Raul había conseguido un pequeño ejército, que tenía al mejor caballero de la tierra, uno con el poder para derrotar al dictador. Y Laia cree que puede ayudarlo.
Ella trabaja junto a su padre, que es herrero. Su padre se aseguró de que aprendiera su oficio y de que trabajará junto a él y que pudiera tener un futuro tras su muerte. La madre de ella falleció al poco de su nacimiento. Y este le enseñó todo lo que sabía. Laia se hizo diestra en el manejo de los metales y es capaz de fundir y moldear cualquier tipo de metal a su antojo. Su curiosidad la hizo experimentar con distintas aleaciones para conseguir que sus espadas y escudos fueran cada vez más resistentes y duraderos. Y está segura de haber conseguido forjar una espada tan resistente que su hoja no podría ser mellada ni con un diamante. Y un escudo tan fuerte, que ni una estampida de rinocerontes haría que se quebrara. Debido a su pasión por el arte de fundir metales, Laia había experimentado con todos los metales conocidos, también había encontrado un método para fundir rocas, minerales y piedras preciosas. Tras probar distintas combinaciones, consiguió una aleación de este poderoso metal, que tras enfriarse no puede ser siquiera fundido de nuevo. Y esto es lo que ella piensa entregarle al Rey Raul, y así su caballero podrá vencer la batalla y matar al tirano.
Tras un mes de arduo camino, la herrera toca las puertas de bronce de la fortaleza bajo las rocas, esta información le costó varias decenas de armaduras. Tras unos minutos de espera una voz sale desde las rendijas de la puerta.
— Ubi et cuando?
— Hic et nunc— contesta Laia con decisión.
Las puertas se abren con un chirrido y el aire caliente se escapa de las entrañas de la montaña. El pulso de Laia se acelera, la han dejado entrar. Los hombres que esperan tras la puerta abierta llevan capas hasta los tobillos y sus capuchas doradas no dejan ver sus rostros. La llevan a través de los oscuros pasadizos hacia el interior, no le dirigen la palabra ni la miran en ningún momento y lo único que se escucha alrededor son los pasos contra la piedra y la respiración agitada de Laia. Tras lo que se le hace una eternidad, llegan a un vestíbulo decorado con alfombras y árboles frutales. Donde, sentado en una ornamentada silla de madera de sauce, se encuentra el rey Raul. Y no está sólo, Laia se encuentra de repente con al menos quince pares de ojos observándola con curiosidad. La chiquilla tenía el aspecto propio de haber recorrido a pie unos cientos de kilómetros, cargada con una gran caja de madera colgada en su espalda.
—¿Te conozco?—pregunta el rey con un ligero tono de burla reflejada en los ojos.
— No, señor. vengo desde muy lejos, creo que tengo algo que puede que necesitéis. Es increíble saber que seguís aquí.
— ¿Y que te hace pensar que necesito algo que tu puedes darme?
Esto lo dijo con desprecio. Lo que hace que Laia dude por primera vez si ha hecho lo correcto en venir hasta ese lugar.
— Veréis, yo…bueno, soy Herrera. Me dedico a…
— ¿Herrera? ¿Crees que tengo tiempo para hablar con una Herrera enclenque? Estoy a punto de librar una batalla niña, mañana partiremos al alba hacia el Castillo Gris y no creo que tu tengas nada para entregarme
— Por eso he venido, tengo una espada y un escudo que podrían serviros. Creedme, creo que he conseguido un metal indestructible. La hoja de la espada no se mella con nada y el escudo…
Laia deja de hablar, ya no se le oye por encima de las risas de los presentes. Que la miran y señalan mientras ríen con la boca abierta. Ella contiene la respiración hasta que el rey Raul consigue volver a hablar.
— ¿Cómo te llamas?— le dice sin dejar de sonreír.
—Laia. Contesta ella con un hilo de voz.
—Un placer conocerte, Laia.
Tras esas palabras y unos pobres intentos de forcejear contra los guardias. Laia se encuentra camino a la salida, vuelven a abrir las puertas y antes de que pueda evitarlo, se vuelven a cerrar dejándola sola fuera otra vez. No puede creerse lo que acaba de suceder, después de todo el esfuerzo, de todas las horas que tuvo que pasar fabricando armaduras para conseguir llegar hasta aquí. Después de pasarse horas imaginando este día, en que le entregara la espada y el escudo al rey, que gritara de júbilo porque la guerra está ganada. Esos sueños se fueron rápidamente de su cabeza y sólo pudo sentir ira por como la habían tratado, de cómo se rieron de ella, sin tan siquiera preguntarle nada. Pero Laia no se rinde, y tras un leve vistazo a su alrededor, echa a andar y llega a la entrada de las caballerizas, donde una carreta con armas parece lista para mandarse al campo de batalla.
A la mañana siguiente, Laia se despierta por el traqueteo de la carreta que se pone en marcha. Escucha el sonido de las pezuñas de los caballos sobre la tierra y ve los rayos del sol entrando por la carreta. Se dirigen al Castillo, la herrera se pone una de las armaduras y se sienta. Las siguientes horas pasan lentas, Laia le da vueltas a la cabeza a las posibilidades y simplemente espera a que llegue el momento. Si el caballero no la escucha o no consigue acercarse a él tendrá que rezar para que gane. Y si no gana, alguien tendrá que hacerlo por él.
La tropa ya se acerca a las puertas del enorme castillo. Las altas murallas de roca gris se funden en las montañas y el rey se encuentra a la cabeza. Con un caballero a su derecha, ataviado con una armadura dorada y un casco con plumas. La espada dorada brilla con los rayos del sol y Laia chasquea la lengua al verla, camuflada entre los soldados.
— Oro, a quien se le ocurre— dice entre dientes.
Las puertas de abren y el tirano Hazal sale rodeado por miles de soldados. Se acerca a ellos con expresión de desprecio y el ambiente se carga de tensión. El enemigo cabalga con calma y seguridad hacia ellos, muy inferiores en número.
— Raul, querido amigo. Al final has venido, y traes a ese famoso caballero que va a quitarme el trono— dice Hazal con voz áspera y con un aire de locura en los ojos.
Nadie dice nada, el caballero da unos pasos hacia delante con la espada en alto, retando a Hazal. La batalla no dura ni un minuto. Hazal decapita al caballero a los tres golpes de espada y el sonido de su cabeza remontando contra el suelo resuena en sus oídos. En cuestión de segundos puede olerse el miedo y los soldados nerviosos miran al rey Raul. Hazal mira a Raul con una sonrisa irónica.
—Encantado de conocerte.
La espada de Hazal vuela hacia Raul y en un abrir y cerrar de ojos, que cae del caballo con la espada clavada en el hombro. En ese momento los soldados se abalanzan hacia el enemigo, en defensa de su rey. Y Laia no tiene más remedio que desenvainar la espada y buscar a Hazal mientras blande el escudo negro, que desprende un leve brillo rojo a La Luz.
Recorre como puede algunos metros esquivando como puede los golpes y las fechas que lanzan desde las almenaras. Y siente como la espada parece tener vida, como parece atraída como un imán hacia Hazal, como la guía hacia él. Laia lo ve, inmóvil, observando con una sonrisa en el rostro la batalla, como masacran a los soldados del rey Raul, mientras este yace muerto bajo las patas de su caballo. Ella corre hacia el, este la mira levantando una ceja y, antes de que pueda agarrar la suya, la espada de Laia se clava en su pecho, que parece sangrar tinta. La sangre podrida de un alma muerta. Resbala por la hoja de su espada. Todo alrededor parece morir, los caballos de los enemigos caen al suelo, los soldados yacen muertos. Todo parece haber acabado.